Durante mi adolescencia y juventud hasta los 22 años, era una persona cerrada, rígida e intolerante. No había más felicidad posible que la que concebía mi cabeza, no había más verdad que mi verdad, no había más bondad que la bondad absoluta. No existía el gris. Todo era o blanco, o negro. Y era categórica en mis valores: nunca haré eso, nunca cometeré tal error, nunca caeré en esas tentaciones, nunca romperé una promesa, nunca mentiré, nunca fallaré a mis amigos... etc. Ser así era agotador, ciertamente, pero como entonces vivía con la obsesión de entender el sentido de todo y controlar todas las variables, pues me parecía superútil ser de esa forma: todo encajaba perfectamente en el puzzle de mis ideales. Todo, menos mi felicidad que, misteriosamente, tardaba en llegar y lo malo es que no sabía por qué y eso me angustiaba. Sólo sabía que mi círculo de amigos era cada vez más reducido y limitado, que no me pasaba nada emocionante, que 1 + 1 eran 2, que mis variables no me ofrecían perspectivas de enriquecimiento, que estaba tocando el fondo de la caja y no encontraba el premio a mi disciplinada bondad. El caso es que yo era una chica paciente, pero a los 22 años me cansé de esperar. Y entonces pensé “¿y si rompo las reglas?” Total, que las rompí e hice una locura. Y luego otra, y luego otra. Y empecé a conocer gente interesante, la vida me presentaba retos que superar y los iba superando, entre locura y locura, me equivocaba y sufría o bien acertaba y lo pasaba genial, pero aprendía y mi personalidad iba desarrollando nuevos matices. Ahora he hecho cientos de cosas que antes me juré no hacer, cometí errores, caí en tentaciones, rompí promesas, mentí y fallé a mis amigos. Pero conocí mis límites y me reconcilié con ellos. Y mira, no seré feliz todo el tiempo, pero ya no me angustia, y ahora mismo no cambio a esta personita débil, incoherente y sin certezas por nada del mundo.
Boo.